Fotos

2013-08-12 17.34.08Es así:
Hay sesenta personas y las familias de las sesenta personas.
Es decir, hay unas doscientas cincuenta personas en total.
Hay una primera fila, al centro, reservada para los profesores.
Los profesores somos pocos y además somos menos de los que deberíamos ser.
Yo llego antes. Antes todavía del antes acordado para los que ocupamos la primera fila.
Hay una alumna que me corre, antes de entrar, llegando a la esquina. Me abraza, me dice que estoy siempre igual. Y siempre con botas negras. Yo me río mientras pienso que no me acuerdo su nombre.
El escenario donde están ordenados los diplomas, por apellido y por comisión, es demasiado bajo, casi parecido a una tarima. En el centro, pero apoyado en el piso hay un florero con lirios que alguien creyó que vestirían el lugar en vez de volverlo todavía más deprimente.
Los profesores entran, me saludan, me hacen chistes cómplices sobre tal o cual cosa; los alumnos se me acercan, me besan, se ríen, me presentan a los padres, a los hijos y yo sonrío y digo tanto tiempo y felicitaciones y encantada.
Después viene el acto, las listas, los apellidos. La confirmación de que en pocos casos puedo unir cara con nombre.
Y las fotos.
Las fotos grupales.
Y las otras fotos: junto a un alumno, a su hermana, a su marido, a su mejor amiga.
Las fotos en las que aparezco, en las que voy a aparecer y no sé que me sacaron.
Las fotos que no me significan nada o en las que no significo nada.
Las fotos que adornarán un muro en facebook, una repisa, las que se adjuntarán a un mail con subject «Diploma».
Fotos sobre las que no tengo control: en las que no sé quién soy, con quién estoy, la esposa de quién sacó.
Fotos mías, fuera de mí.

Catoptromancia y espejos rotos

2013-08-06 10.16.13

Espejo roto de botiquín, apoyado contra un árbol en Córdoba y Gascón

Lo veo.
Está apoyado contra un árbol, en Córdoba, casi esquina Gascón.
Lo veo porque es difícil, pienso, no ver un espejo.
Está roto, con un corte extraño que forma una especie de cuadrado en el ángulo superior derecho.
La imagen me recuerda otra, muy antigua: la de la vidriería inmensa al lado del edificio en el que viví hasta los seis años, donde solían aparecer espejos partidos a los costados de la puerta de acceso.
Lo de los siete años de mala suerte lo aprendí en algún momento de esa época.
Supersitciones, decía mi madre, de cuya boca escuché la historia.
¿Por qué siete?
Porque son siete.
Pero no son siete porque sí. Ni siete asociados a los espejos porque sí.
Los espejos, primero en Persia y luego en la Antigua Grecia estaban ligados a la adivinación (conocida como catoptromancia). La lectura del futuro se hacía en cuencos de cristal llenos de agua que, cuando se rompían, auguraban la muerte.
En las interpretaciones más recientes, los siete años refieren a la idea de que el ser humano se reconstituye fisiológicamente en ese lapso, por lo que el inicio de la enfermedad, dolor o mala fortuna empezaría con el quiebre del espejo y se prolongaría por ese tiempo.
No recuerdo, en mi niñez, haber escuchado antídotos para cortar la maldición, pero ya adolescente supe que en el caso de que un espejo se rompiera era fundamental recoger sus partes con la mano izquierda, colocarlo en una bolsa oscura y tirar un vaso de agua por la ventana. O, en las versiones más rurales, enterrarlo, siempre boca abajo, lo más profundo que sea posible.
Cuando tenía veinte años una amiga me ofreció el departamento de su abuela, recién fallecida, para habitar durante unos meses mientras se alquilaba o se vendía. Recuerdo que apenas entramos a la habitación donde la mujer dormía, mi amiga abrió el ropero, sacó una sábana y cubrió completamente el espejo intacto «para que el alma no quede atrapada en el vidrio».
En todos los casos, hay acuerdo en que no hay nada peor que reflejarse en un espejo roto.
¿Y sacar una foto?
De costado, con cuidado de no aparecer, de ningún modo.
Foto a un espejo roto.
Clic.