Lejos

foto_retiroYo no tenía previsto ir a Retiro.
Al menos no hasta el miércoles que viene, en que me subiré al micro para el que fui a sacar pasaje esta mañana a Retiro.
Sacalos vos, que te das maña con Internet, me dijo mi compañera de viaje. Y yo me reí y dije que sí, que no había problema.
Pero había.
Más allá de la maña que yo me diera, el sistema de venta electrónica de pasajes estaba caído. Y después seguía caído. Y así.
Así que -malhumor mediante- me subí al subte B, combiné con la C hasta Retiro y caminé hasta la estación de ómnibus en una mañana ventosa y cada vez más nublada en que la gente no hacía más que hablar de una tormenta inminente que llegaría al mediodía, por la tarde, apenas al caer la noche.
La mujer hacía la cola de la boletería detrás mío.
Era alta y flaca y no debía tener más de cuarenta años, aunque los llevaba bastante mal.
Tenía colgada una mochila negra que parecía a punto de explotar y llevaba en la mano una billetera alargada y un celular muy viejo.
¿Tenés hora?, me preguntó mientras la chica de la ventanilla se demoraba en venderle el pasaje a la persona que estaba delante mío.
Menos cuarto.
Sopló el humo. Me miró de arriba abajo.
¿Sabés dónde es lejos?, me dijo.
Quién sigue, gritó otra chica, que abría la ventanilla de al lado.
Y yo avancé
Cuando terminé la compra la mujer ya se había ido con su pasaje.
Donde sea que sea lejos.

BCN – FCO

Me toca la ventanilla, del lado izquierdo.
El avión es chico, de una de esas aerolíneas baratas que unen ciudades de Europa.
Y el vuelo es corto: una hora cuarenta y cinco.
Yo miro la hora, revuelvo la cartera, apago el celular, lo vuelvo a prender y lo vuelvo a apagar.
Me cuelgo la mano derecha del corazoncito que cuelga de mi cadenita, como todo ateo que se precie.
Miro el esmalte saltado de mis uñas. Y la hora otra vez.
Ella se sube cuando el avión está casi completo. Es rubia con algunos reflejos más claros pero que parecen naturales, hiperbronceada. Tiene una mochila marca Jansport con muchos colores. Y tiene dos amigas sentadas mucho más atrás, en la otra fila de asientos.
Es linda pero sobre todo es joven.
Yo me abrocho el cinturón. Más fuerte. Como si eso fuera a protegerme de algo; ella apoya la espalda en el respaldo y suspira.
You speak english?, me dice de repente.
Just a little…
Se encoge de hombros, como si lo lamentara.
Entonces vienen los anuncios de seguridad, en español y en italiano y cuando me agarro más fuerte del apoyabrazos la miro.
Llora con esa desolación con la que se llora en los aviones, en los aeropuertos, en las estaciones.
Entonces me olvido del despegue y le pregunto, en inglés, si está bien, si puedo ayudarla.
Me habla de un novio. Su novio, dice. Que quedó en Barcelona. Que no va a volver a verlo. Que nunca más va a volver a verlo.
La agarro de la mano.
Le digo que las cosas no tienen por qué ser definitivas y ella niega con la cabeza, aspira los mocos, sigue llorando.
Me agradece. Y yo entiendo que no hay nada que decir.
Después saca un cuaderno de la mochila y escribe, en italiano, con esa escritura febril y casi automática de la juventud extrema.
Yo la miro y pienso que esa chica no sabe nada acerca de lo definitivo. Pero que igual sufre.
Llora.images
Escribe.
Escribe y llora.
Poco antes de aterrizar, la azafata le alcanza un sobre cerrado y señala a las filas de atrás, donde yo sé que están sus amigas.
Ella abre el sobre y saca de adentro un naipe: el as de corazones.
La cara se le ilumina de repente.
Y eso es todo.

On the road

Captura de pantalla 2013-10-13 a la(s) 08.31.24Tenés que empezar a volver.
Entonces, en lugar de salir el domingo para Montréal, decidís que mejor hacerlo el sábado a la nochecita. La idea es cenar con tu amiga y pasar con ella el domingo completo. Después, a la noche, estás invitada a la cena previa al Jour de l’Action de grâce, que en Canadá se festeja el segundo lunes de octubre.
Así que el día empieza con el plan de aprontar las últimas cosas, escribir un rato, asistir a la inauguración de la muestra de arte de una de las personas que conociste, almorzar con la mujer que te alojó y subirte al bus que te devolverá a Montréal.
Ese es el plan.
Pero la mañana empieza con un golpe en la cabeza (en la frente, del lado derecho, más exactamente) cuando te llevás puesto uno de los bajos de tu habitación con la energía inusitada que a veces le ponés a cosas tan simples como guardar el secador de pelo en la mochila.
Te duele.
Le ponés agua fría.
Más agua fría.
Pensás en que se pondrá violeta y bajará al ojo y te imaginás las cosas que te van a preguntar cuando llegues, así que por las dudas abandonás tu raya al costado habitual y te peinás al medio, cuidando que la parte más corta del flequillo oculte el lado derecho de la frente.
El caso de la mujer autogolpeada.
A las seis menos cuarto te avisan que es hora de irse.
El bus no pasa por el pueblo y hay que ir a esperarlo a uno cercano, Sainte-Adele, donde se detiene a las 18.30 en punto al borde de la ruta.
Compraste el billete hace unos días y te reíste de que no tuviera ni fecha ni horario: podías tomar cualquiera, cualquier día, a cualquiera de las horas que pasaba.
Así que te subiste al auto y te llevaron a Sainte-Adele.
Al borde de la ruta de Sainte-Adele.
Te bajaste, te despediste.
Era temprano, las seis y diez, hacía un poco de frío y empezaba a oscurecer.
Miraste pasar los autos, a un lado y al otro hasta que se hicieron las seis y treinta y dos.
Entonces pensaste que dos minutos no eran nada.
Hasta que los minutos no fueron dos sino quince.
Se hizo de noche, en la ruta, mientras pasabas de mirar la hora en tu muñeca a mirar la misma hora en tu celular.
Las siete, las siete y cinco, las siete y siete, las siete y diez.
Estabas sola, con tu mochila, en la ruta mirando el reloj.
Pensaste que quizá no había modo de volver, que era, otra vez, una señal de alguna cosa.
El micro llegó a las siete y cuarto.
El chófer se bajó y te dijo, en francés, que sabía que estaba atrasado pero que había demasiado tránsito.
Así que subiste rápido y encontraste el único asiento individual vacío que quedaba.
Pusiste la mochila a tus pies.
Y te tocaste el golpe en la frente.

There´s a problem with your name

El problema de las señales es que no se sabe qué es lo que indican.
Por ejemplo: ¿Qué quiere decir que en el puesto de migraciones de Ezeiza esté sonando, suficientemente fuerte, Yira yira?
2013-09-28 18.21.55¿Y que la ventanilla que te toca para hacer el trámite sea la número 17?
O: ¿Cómo debe interpretarse un arco iris, en medio de la llovizna, a través de la puerta de preembarque?
¿Y que te equivoques y te sientes en el 25A en lugar del 24A que es el que te tocaba?
Antes de despegar, ya en el avión, una señora mayor habla por celular. Hace cuatro llamados al hilo. A todos les dice lo mismo: que los quiere más que a nadie en todo el mundo. Le pasa la lista de todos los que quiere. Les aclara por qué están al tope de esa lista. Y que está borracha. Mamada, dice. «Estoy un poco mamada y ya sabés que cuando estás mamada sólo podés decir la verdad». Pienso que podría discutirle: no hay mejor mentiroso que un borracho. Que una borracha.

El vuelo transcurre sin problemas y llega a mi escala en Nueva York veinte minutos antes.
Veinte minutos antes es veinte minutos antes de las 6 AM.
Y en Nueva York, la oficina de migraciones abre a las 6 AM así que esos veinte minutos que ganamos tenemos que volver a perderlos esperando en el avión.
Yo despliego en mi cabeza todos los pasos que tengo que seguir ahora, como si fuera posible olvidarme de uno: migraciones, levantar la valija, buscar la puerta para la conexión, dejar la valija.
Llegar a tiempo en las dos horas cuarenta entre vuelo y vuelo.
Cuando por fin bajamos del avión y llegamos a migraciones se nos interpone en la fila un vuelo lleno de japoneses.
La chica, delante mío, dice que de todos modos no se pueda hacer mucho en Nueva York a las seis de la mañana y yo le cuento que estoy en tránsito.
Se ríe y charlamos, como se charla con los desconocidos en el aeropuerto.
Me cuenta que suele tener problemas en migraciones: Debo parecerme a una terrorista famosa, dice.
La cola avanza y seguimos hablando.
Una vez, me cuenta, en la oficina esa a la que te llevan, veo a un tipo que me resulta conocido. Tardé en darme cuenta de que era Gilberto Gil. Era la época en que era funcionario de Lula, ministro de Cultura. Pero me dijo que lo paraban siempre porque hacía veinte años le habían encontrado marihuana.
Yo me río. Le digo que por lo menos tiene una historia que contar.
Me río, hablo con ella y miro el reloj.

Me toca la ventanilla 7 y pienso que es una señal.
Extiendo el pasaporte, la declaración jurada. Y entonces el tipo me saca la foto, me hace apoyar los dedos.
Y me dice que tengo que acompañarlo a la oficina.
Tiemblo. Le pregunto qué es lo que está mal.
There´s a problem with your name, responde.
En la oficina hay dos personas más. Miro la hora. No está Gilberto Gil, ni Toquinhio, ni Caetano. Los minutos pasan. No son muchos pero tienen esa manera de pasar de las esperas.
Me llaman a un escritorio. Me preguntan muchas veces el nombre y el apellido y qué vengo a hacer a Estados Unidos.
A hacer migraciones y seguir vengo.
Me dejan pasar. Algo marcan en el pasaporte o en el formulario, pero de eso me doy cuenta después, cuando me revisan de todas las maneras posibles, tecnológicas y de las otras.
De paso me abrieron la valija, pero parece que está todo.

2013-09-29 08.13.56Miro la hora y corro por los pasillos.
Pero llego con tanto tiempo a la puerta 31C que me parece un chiste.
El segundo vuelo me deja en Montreal on time.
Paso migraciones sin ningún problema, aunque la visa que tiene que decir Visitor está mal hecha y dice Business.
Recojo la valija.
Mi amiga, que tenía que venir a buscarme, no está del otro lado de la puerta.