Diciembre es diciembre.
Trae el calor definitivo y la fiebre infinita de los balances.
La ficción de que se lleva todo.
Es decir, nada.
Los fanáticos de las listas multiplicamos las listas de lo que hay que hacer, de lo que queda pendiente para enero.
Los fanáticos de las listas hacemos listas de lo que no hicimos y ya no haremos.
Diciembre trae además algunas lluvias extrañas. Esas lluvias de verano, intempestivas y un poco sórdidas. Lluvias donde el viento no es el viento que querés sino un viento húmedo y caliente.
Lluvias que se parecen a diciembre con vientos que se parecen a diciembre.
Que prometen un refrescar efímero.
Que duran poco.
Que mienten.
Hasta que vas por la calle después de la tormenta.
Con el agua ya evaporada por el sol en las veredas, tirado en la alcantarilla, lo ves.
El libro está roto y mojado.
Te asomás para mirarlo, en el medio del agua y pensás qué de la tormenta lo llevó ahí.
Es alguna de las obras de Freud, quién sabe cuál.
Las primeras líneas de la página dicen:
«… una noción intermedia entre la condena y la fuga».
Entre la condena y la fuga.
Diciembre es diciembre.